lunes, 21 de julio de 2008

Érase una vez...

Se cuenta una historia,
de bar en bar,
de abrazo en abrazo.

Se cuenta esta historia,
desde que el ojo se clavó
entre la mirada del otro.
Un ojo negro y desnudo;
quería recocijo y otras cosas, quizá.

Desde un primer piso,
hacia el segundo,
se vieron besados los labios.

Y en un destello, el arribo a la cama,
para finiquitar el duelo.
El ojo miraba atónito,
entre sus propias tinieblas del olvido.
Y resbaló por caracolas
con risas y gemidos de arte.

Cuánto pasó en tiempo
fue mucho.
Tanto y tan ansioso el delirio,
del encuentro de un par de lenguas
perdidas no solo en la noche.

Y el ojo abrió su parpado falso
para no ser descubierto.
Pero las flores rojas de sueños
lo descubrieron a él al florecer.

Algo se vislumbró entonces de sus versos.
Quiso el ojo nuevamente
ocultarse, perderse en otras nucas,
arrancar de la vida
para no sentir, no doler, no llorar.
Pero las rojas se le presentaban en cada
rincón de la casa;
aparecían como sonrisa,
como el deseo ardiente de perderse
otra vez en su pecho.
De ser descubiertas las carnes,
la sangre viva, la humedad tibia.
De cantar en rima sagrada la nota feliz,
cual ancestro que eleva su alma.

El ojo renacía del cansancio:
había sido liberado de su propia
cárcel de sentidos.