lunes, 6 de agosto de 2007

Siento que me sobra el cuerpo

A mi amiga Ka.

Siento que me sobra el cuerpo.
Las mangas de piel
sobrepasan mis manos,
como una gran blusa
heredada de los antepasados.

Siento que me sobran los codos,
cuando el peso del vivir
no me deja abrazar el amanecer.
Y el canto de los pájaros no es canto,
es llanto de noche triste.
Y el aroma a café no huele a Paris,
sino a embriagados que intentan
esfumar sus desdichas.

Siento que me sobran los dedos,
seres aislados, inservibles.
No acarician, no palpan
la rugosidad de las orugas.
En el silencio, solo descubren
el frío de otros dedos en la bruma.

Siento que me sobran los cabellos.
Se han convertido en lanas
indomables, en desorden de ideas
que se disparan al aire.
Ya no son seda de caricia,
irrumpen sobre mi rostro
sin dejar navegar a mis ojos.

Siento que me sobran las palabras;
es el ahogo hecho silencio.
No hay significados para decir
lo que tengo entre los huesos.
Los versos ya no son románticos
placeres en papel perfumado.

Siento que me sobra el cuerpo.
La casa es muy pequeña;
no hay cobijo ni abrazo suficiente
para paliar el dolor de estar vivo.

Destino inevitable

El maleficio se ha cumplido
y no fue iniciado por brujas.

Lo ha llevado a fin el malvado
de la historia;
el que siempre es fuerte y gana,
el que sonríe cuando daña,
no sufre con el dolor ajeno,
ni siquiera se detiene al cometer el crimen.

El nefasto cubierto de ropas
negras, como su alma propia.
Lleva una daga escondida bajo el abrazo
y al rodear el cuello enamorado,
mira con ojos de almendra,
y clava. Certero, exacto, frío,
un paso adelante y la obra está terminada.

El pañuelo no es más
que una excusa de romanticismo.
Parece ser el detalle perfecto
en la escenografía maestra.

Cuando la savia se desliza desvalida,
el maléfico recoge los vestigios con sus dedos.
Saborea el término de un instante,
inspira el último respiro
de la víctima.
Lo hace suyo, se lo lleva.

En la alfombra, el cuerpo
sangrante de la novia,
y en su mano, no es un ramo,
son las palabras mágicas
del oráculo.

El maleficio se ha cumplido.
Lo escribió con gotas de llanto
una mujer.

La existencia pesa más que el propio cuerpo

Cuando las luces en las calles
reflejan las miradas perdidas;
cuando los mendigos
se acogen al plato de sopa caliente.

Entonces me pierdo
en un camino sin noche;
me pierdo y espero.

Que algún transeúnte
me mire y se sorprenda.
Que del pasado irrumpa la sombra
y ahora me sonría.
Que el dolor no haya sido más
que un quebranto pasajero.
Que el ángel caído en mi mesa
sea de carne y hueso.

La existencia pesa más
que el propio cuerpo.

Me lo anuncia el silencio,
con sus muecas frente al espejo;
luego del acto parsimonioso
inventado en un hotel de mala muerte,
me lo anuncia el suspiro
convertido en llanto.

No es tristeza, ni miedo.
Es la carga de la existencia.

En el resoplo del que
huye por la puerta angosta;
con la conciencia de trizas y esperanzas.
En la despedida dolorosa,
que obliga a llamarla
-a pesar del sentimiento-.

Espero. Que las migajas
lleguen a mi ventana,
quizá olvidadas por el viento.
Que la caricia llegue al pensamiento,
a la llaga aún abierta.

Cuando ya las flores se arremolinan
confusas en las vértebras.
Y nada se sabe, nada se entiende,
nada se establece.

Es un constante movimiento.
Hay llamas, hay gotas de sal
que resbalan, cubren pechos heridos,
hay anhelos espantados,
hay esperanzas doloridas.

No es dolor,
sino torrente de vida
que intenta escapar del muro
que forman las capas de papel
sobre mi pliegues.