lunes, 6 de agosto de 2007

La existencia pesa más que el propio cuerpo

Cuando las luces en las calles
reflejan las miradas perdidas;
cuando los mendigos
se acogen al plato de sopa caliente.

Entonces me pierdo
en un camino sin noche;
me pierdo y espero.

Que algún transeúnte
me mire y se sorprenda.
Que del pasado irrumpa la sombra
y ahora me sonría.
Que el dolor no haya sido más
que un quebranto pasajero.
Que el ángel caído en mi mesa
sea de carne y hueso.

La existencia pesa más
que el propio cuerpo.

Me lo anuncia el silencio,
con sus muecas frente al espejo;
luego del acto parsimonioso
inventado en un hotel de mala muerte,
me lo anuncia el suspiro
convertido en llanto.

No es tristeza, ni miedo.
Es la carga de la existencia.

En el resoplo del que
huye por la puerta angosta;
con la conciencia de trizas y esperanzas.
En la despedida dolorosa,
que obliga a llamarla
-a pesar del sentimiento-.

Espero. Que las migajas
lleguen a mi ventana,
quizá olvidadas por el viento.
Que la caricia llegue al pensamiento,
a la llaga aún abierta.

Cuando ya las flores se arremolinan
confusas en las vértebras.
Y nada se sabe, nada se entiende,
nada se establece.

Es un constante movimiento.
Hay llamas, hay gotas de sal
que resbalan, cubren pechos heridos,
hay anhelos espantados,
hay esperanzas doloridas.

No es dolor,
sino torrente de vida
que intenta escapar del muro
que forman las capas de papel
sobre mi pliegues.

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