jueves, 21 de junio de 2007
Adagio de amanecida
En un nuevo aire respiro. Exhalo jadeante los sonidos de mil noches. Esas manos que juegan con notas en cada músculo, vértebra, célula. Suben, bajan, vuelven a subir. Me rodean, me invierten, me posesionan en distintos constructos corporales... me posicionan en la postura eterna del que desea con locura... Blancas, negras y corcheas me bajan suavemente, me llevan por caminos intrincados. Subo ahora, en el valle alto. Vuelvo a exhalar jadeante; vuelven esas manos a acariciar. Compone mi cuerpo como al objeto de sus melodías. Entre mis caderas, la sinfonía de una tarde calurosa. Afuera, la gente indecisa; transeúntes desesperados por el no-silencio. Adentro... adentro... músculo contra músculo, piel en piel. Nervios, tendones cabellos, humedades. El sudor que resbala entre la espalda y su final. Las sábanas despliegan flores y miel de muchos días. La alfombra esconde vestigios corporales; es un cómplice de roces furtivos y dedos anhelantes. Saliva, lengua, labios... sus orígenes explotando en luces de colores como juegos de agua. Sobre mis pechos erectos, sobre mis párpados despiertos y la boca sedienta. Y el resplandor entre mis piernas. Y el resplandor en mis piernas. Adentro, entre tierras cardinales; afuera, entre muros y cintura, entre pliegues bailarines. Explotando y yo, entre las cenizas. Me levanto y emprendo el viaje. Rodeada de mariposas y el perfume de las sábanas que me contiene. El pie erguido en el movimiento circular de nuestras fisionomías. Subo, bajo hacia un lado y hacia arriba. Un último grito, la nota de cierre. Desde lo alto, veo mi desnudez reflejada en el espejo, y a su lado, al artista exhausto al terminar la obra.
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