Por mi culpa, por mi propia culpa, yo me digo:
es cierto, dejé, permití, acepté,
otorgué, entregué. En ese desorden,
y cada vez que fue posible,
o que tú lo exigiste.
Dejé, que las tardes pasaran
sin tiempo, sin Dios, ni gloria,
ni ciego que cantara;
sin vaso lleno, ni a mitad vacío.
Sin cubrirme los hombros
para evitar el frío,
o el sol quemante,
o la nieve dolorosa.
No esperando que viniera la montaña,
ni que avanzara un tren,
desde un pueblo inexistente.
Acepté, que las noches se hicieran
espera penepoleana;
que el dolor de tu autocomplacencia
atorara mi llanto y mis canciones.
Sin acariciarme ni siquiera el alma,
para poder dormir tranquila.
Atenta a tus jadeos provocados
por amores virtuales,
acepté que se me fueran
secando los pechos.
Permití, y bien lo sabes,
y a pesar de todo,
que poseyeras mis instintos,
cuando la imagen plana
aburría tus deseos.
No crucé mis codos frente a ti;
no impedí tu paso violento.
Permití, permití.
Permití que me cubrieras
de fluidos malolientes,
sinsabores de un amor extraño.
Otorgué las mañanas y los silencios,
cuando aún algo de palabras flotaban
entre nuestra cama y el espejo.
En raptos locos de falsa confianza
en tus más falsos aún deseos.
No quise que el viento se lo llevara todo;
me daba miedo.
Otorgué, para que la risa sobreviviera
a la porfía.
Entregué, la ofrenda de flores aromáticas;
cada vez que tomabas mis formas dolientes.
Cada vez que las sinuosidades de otras ya
te eran insuficientes.
Cuando lo único que quedaba era un cuerpo
de mujer marchitándose en sábanas de sangre.
Mientras las venas
vertían lágrimas de líquidos calientes;
aún, así, dejé libre mis sentidos
y entregué mi querer.
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